CARLOS CANO |
Un homenaje entre la utopía y la esperanza a Carlos Cano, en el XI aniversario de su muerte.
Esta madrugada los pájaros han echado de nuevo a volar. Cada dieciocho de diciembre alzan el vuelo y giran sus alas para empujar a una estrella que gravita sin rumbo sobre el cielo andaluz de la vieja Al-Andalus. Una estrella encofrada y luminosa, idealista y fugitiva que siente la fuerza interior del universo primero, la alegría de ser hija de una tierra fecunda y universal, pero al mismo tiempo la gran tristeza de sentirse huérfana.
Huérfana porque Él se fue hace once años envuelto en una bandera de color verde y blanca. Ese día caían feroces las aceitunas en los campos de Jaén y los jornaleros hacían su diciembre. En lo alto de la Alhambra la nieve radiaba su misteriosa luminosidad. Y en Cádiz los currelantes despertaban con las claras del día para comenzar la jornada. Sin embargo, en el cielo una estrella se apagaba como una vela cuando se paró su corazón.
Hijos de la luz, él y ella, habían perseguido constantemente otra realidad. Él; juglar, poeta, andaluz de conciencia y de nacimiento y alquimista en su pueblo. Ella; danzarina luminosa, feroz estrella que desde lo alto lo acompañaba. Juntos vencieron los oscuros pasadizos de la desesperación y el desasosiego, y armados de la invencible coraza de la utopía abrieron fronteras y habitaron escenarios preñados de futuro y de luz, tan faltos de esperanza como su pueblo, Andalucía.
Un día, entre girasoles amarillos, los vieron llegar de Ronda. Él, que amaba a su tierra, llevaba tatuado en su corazón la verdiblanca y ella alumbraba el camino hasta Granada. Las golondrinas cantaban alegres a su paso al verla ondearse en el aire quitando penas y matando hambres. La morrallita, los bonitos jornaleros y los lindos aceituneros no tardaron en aprenderse el himno de la esperanza. Él quiso que despertaran, así se remangó con los de la manita blanca. Mientras ella, desde arriba, deletreaba y fungía en el cielo, como si de una anunciación se tratara: “por un poder andaluz”.
Y qué decir de sus huellas en la tacita de plata. Sobre todo cuando el amanecer llegaba preso en tangos y habaneras que de imposibles se tornaban en bellos. Cuando en La Caleta los negritos suspiraban desconsolados mirando al mar, Él con su voz achicaba el océano hasta que las olas traían La Habana a la orilla gaditana. No faltó ni un instante en que ella, la estrella, no moviera desde arriba los hilos del amor.
Más intenso fue el recuerdo que Él nos trajo del tiempo del esplendor, haciendo un ejercicio de memoria honesta. Tanto que con sus canciones el mismo Al-Mutamid parecía revivir en Sevilla y Boabdil sonreír en Granada. Sus cadenas se adentraban en la historia mal contada de nuestro pueblo rompiendo prejuicios y arrebatando mentiras. Ella, la estrella, asentía, sabiendo que la memoria es una forma de hacer justicia; de devolver a los expulsados su dignidad. Entonces sus ocho puntas se perfilaban radiantes en el firmamento.
Fueron demasiados los caminos que Él abrió, acompañado por la estrella, en un pueblo lleno de heridas y maltratado que creía poco en sí mismo. Pero un diecinueve de diciembre su corazón se detuvo. Un punto –nunca final- sino seguido. Seguido por los pájaros que esta madrugada vuelan empujando a la estrella hasta las raíces de Él, Granada. Allí la está esperando para, desde el infinito, enseñarle el camino. Ya nadie podrá detener su paso porque la esperanza, como el rayo del poeta, no cesa.
Ana Silva
ANDALUZ QUE ME ARREBATA....!!!!!
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