mentira |
Una de las maravillas de la lengua castellana es la gran cantidad de recursos lingüísticos que posee, no sólo en el lenguaje escrito sino también en el oral. Refranes, proverbios, trabalenguas, adivinanzas, frases hechas o dichos, son las formas más tradicionales de un saber popular inmenso e intemporal, que tiene la facultad de hacernos la vida más fácil y divertida.
Por ejemplo, las frases hechas resultan ser un recurso muy utilizado en boca de personajes que escapan de la cotidianidad del ciudadano común, en un intento de simplificar el embrollo de sus vidas, y de paso promocionarse mediante la seducción de nuestras almas.
No obstante, las frases hechas no sólo sirven para agradar los sentidos o burlar la comprensión humana, sino que también son empleadas como recurso disuasorio en situaciones embarazosas. Seguro que todos nos hemos sentido alguna vez acorralados, o cuanto menos incómodos, en alguna conversación encendida en la que nuestro interlocutor nos deja mudos, sin respuesta.
Es entonces, cuando tragamos saliva y recurrimos a frases contundentes a modo de sentencia, con las que probablemente salvemos el culo, y de paso, logremos ocultar una pérdida momentánea, pero considerable, de la autoestima. Algo así como “no me hagas hablar”, “tengo cosas más interesantes que hacer que perder el tiempo contigo”, o la típica “a palabras necias oídos sordos”. Afortunadamente, la mayoría de los mortales tenemos tan interiorizado el sentido del ridículo como el del aprecio a uno mismo, por lo que cualquier encontronazo o conversación futura será buena para levantar cabeza y mostrar nuestra valía.
No ocurre lo mismo, en cambio, con la dignidad, ya que ésta depende más de los hechos que de los dichos. Es más, en los casos en los que la pérdida de la dignidad es absoluta ante los ojos de gran parte de la población, lo que realmente muestran este tipo de frases es una incapacidad o fragilidad discursiva irreparable, que en multitud de ocasiones suele intentar contrarrestarse mediante el fortalecimiento desmedido de las capacidades físicas. De este modo, si aceptamos aquello de mens sana in corpore sano como estado ideal del ser humano, la anomalía señalada con anterioridad puede provocar respuestas desequilibradas en ciertos individuos.
Surgen así, sujetos descompensados pero incuestionablemente aptos para la realización de actividades indignas, a través de las cuales relegan su condición de personas a un segundo plano, cuando no dejan de serlo definitivamente. Individuos que gracias a su declive emocional son capaces de expulsar a decenas de familias de sus casas, de golpear una y otra vez a una clase trabajadora desesperada, o de perseguir a inmigrantes por el metro o las calles de cualquier ciudad para convertir sus sueños en la pesadilla del retorno. Luego, al estar amparados por una legalidad que permite atentar contra los derechos fundamentales de las personas, para justificar actos y limpiar conciencias bastará con afirmar de manera categórica algo así como, “sólo cumplimos con nuestro trabajo”.
Nos corta la respiración, nos revuelve las entrañas, y nos devora el miedo cada vez que los vemos, oímos, o los sentimos cerca. Sin embargo, la riqueza del lenguaje y la sabiduría popular parece ayudarnos a hacer de tripas corazón, a asimilar y claudicar ante lo execrable. Y es que “alguien tiene que hacerlo”, ¿verdad?
Por ejemplo, las frases hechas resultan ser un recurso muy utilizado en boca de personajes que escapan de la cotidianidad del ciudadano común, en un intento de simplificar el embrollo de sus vidas, y de paso promocionarse mediante la seducción de nuestras almas.
No obstante, las frases hechas no sólo sirven para agradar los sentidos o burlar la comprensión humana, sino que también son empleadas como recurso disuasorio en situaciones embarazosas. Seguro que todos nos hemos sentido alguna vez acorralados, o cuanto menos incómodos, en alguna conversación encendida en la que nuestro interlocutor nos deja mudos, sin respuesta.
Es entonces, cuando tragamos saliva y recurrimos a frases contundentes a modo de sentencia, con las que probablemente salvemos el culo, y de paso, logremos ocultar una pérdida momentánea, pero considerable, de la autoestima. Algo así como “no me hagas hablar”, “tengo cosas más interesantes que hacer que perder el tiempo contigo”, o la típica “a palabras necias oídos sordos”. Afortunadamente, la mayoría de los mortales tenemos tan interiorizado el sentido del ridículo como el del aprecio a uno mismo, por lo que cualquier encontronazo o conversación futura será buena para levantar cabeza y mostrar nuestra valía.
No ocurre lo mismo, en cambio, con la dignidad, ya que ésta depende más de los hechos que de los dichos. Es más, en los casos en los que la pérdida de la dignidad es absoluta ante los ojos de gran parte de la población, lo que realmente muestran este tipo de frases es una incapacidad o fragilidad discursiva irreparable, que en multitud de ocasiones suele intentar contrarrestarse mediante el fortalecimiento desmedido de las capacidades físicas. De este modo, si aceptamos aquello de mens sana in corpore sano como estado ideal del ser humano, la anomalía señalada con anterioridad puede provocar respuestas desequilibradas en ciertos individuos.
Surgen así, sujetos descompensados pero incuestionablemente aptos para la realización de actividades indignas, a través de las cuales relegan su condición de personas a un segundo plano, cuando no dejan de serlo definitivamente. Individuos que gracias a su declive emocional son capaces de expulsar a decenas de familias de sus casas, de golpear una y otra vez a una clase trabajadora desesperada, o de perseguir a inmigrantes por el metro o las calles de cualquier ciudad para convertir sus sueños en la pesadilla del retorno. Luego, al estar amparados por una legalidad que permite atentar contra los derechos fundamentales de las personas, para justificar actos y limpiar conciencias bastará con afirmar de manera categórica algo así como, “sólo cumplimos con nuestro trabajo”.
Nos corta la respiración, nos revuelve las entrañas, y nos devora el miedo cada vez que los vemos, oímos, o los sentimos cerca. Sin embargo, la riqueza del lenguaje y la sabiduría popular parece ayudarnos a hacer de tripas corazón, a asimilar y claudicar ante lo execrable. Y es que “alguien tiene que hacerlo”, ¿verdad?
No hay comentarios:
Publicar un comentario