En "El Arte de Amar", Erich Fromm se refiere a una suerte de relación simbiótica que se da en la pareja, en la que uno de sus miembros es masoquista y el otro sádico. Ambos se necesitan mutuamente: el primero porque sin el sádico no tiene identidad, el segundo para reafirmarse jerárquicamente humillando al masoquista. Aunque el autor no construyó la idea con el objeto de explicar las relaciones violentas, el paradigma coincide en muchos aspectos con el que utiliza Mead para explicar la relación entre víctima y victimario en el clásico artículo "Psicología de la Justicia Punitiva", publicado en 1919 por la Universidad de Chicago. El psicólogo social estadounidense describió el impulso primario del ser humano que utiliza la violencia como una forma de autoafirmación para construir y reconstruir su identidad a través del sometimiento del otro.
Quizá suene a lugar común, pero el comportamiento violento es atávico. La educación formal e informal, particularmente la que se adquiere en el hogar, van moldeando la personalidad del hombre y enseñándole -o no- a cooperar con los otros en su vida social, para que todos puedan alcanzar sus fines en lugar de atropellarse unos a otros continuamente. Así mismo, la sumisión y subordinación son actitudes comunes entre los "animales no racionales", pero la ley del más fuerte, nos han dicho, ha sido superada por la cultura para dar paso a un Estado de derechos, en el que teóricamente todos tenemos iguales oportunidades para ser felices.
Las relaciones familiares y de pareja que reproducen modelos disfuncionales de interacción, suelen tener a las expresiones violentas como únicos medios para comunicarse. Las mujeres se conforman con su realidad incómoda porque no conocen otra, porque tienen miedo, porque son económicamente dependientes, porque el empoderamiento político es algo tan lejano que sólo pensarlo resulta ridículo. Quien crea que el problema de desigualdad de género es cosa del pasado, no vive en el mundo real.
Cuando hablamos de violencia doméstica sabemos que muchos casos seguirán siendo cifra negra precisamente por el silencio que guardan las mujeres y los niños frente al maltrato, fenómeno que en mayor o menor grado se considera normal dentro de un modelo social cuya configuración gira en torno a la figura masculina patriarcal.
No faltan las voces que dicen que el maltrato de la mujer hacia el hombre es un problema tan grave como el inverso. Pero el 95% de adultos maltratados en el mundo son mujeres. Y una de cada tres mujeres en el planeta ha sufrido en algún momento alguna forma de violencia doméstica*. Cuando hablamos de mujeres, cuando menos en nuestro medio, seguimos hablando de un grupo vulnerable que el colectivo social invisibiliza y culpabiliza, minimizando los efectos adversos del maltrato e ignorando que el agresor es tan delincuente como el que roba o mata.
En el delicado tejido de las relaciones humanas, no es fácil y quizá no sea apropiado prescribir qué es lo más conveniente para cada familia, para cada pareja en el seno de sus relaciones más íntimas. Pero debe quedar atrás de una vez por todas el mito persistente de que el problema del maltrato en el núcleo familiar es una cuestión privada. El principal deber del Estado es garantizar la vigencia de los derechos humanos y proteger a los más débiles a través de políticas sociales que prevengan los daños. mas la posibilidad fiable de reparación una vez que el daño se ha perpetrado.
PUBLICADO POR SILVANA TAPIA EN SU MARAVILLOSO BLOG:
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