Vicente Aleixandre (1898-1984), poeta, nació en Sevilla, pasó la infancia en Málaga y a los trece años se trasladó a Madrid.
Hoy nos centraremos en su etapa del poemario "Historia del corazón", publicado en 1954, que supone un alejamiento de la corriente surrealista y el inicio de una nueva etapa en la que el poeta contempla al hombre no desde la realidad del cosmos sino de un modo más humano, donde cabe el amor, los recuerdos infantiles, la serena observación del quehacer cotidiano o los demás hombres.
Otros términos surgen ahora en sus poemas: Reconfortar, reconocer, unir, fundirse, solidaridad, confianza, fe, piedad. La palabra clave de la obra es "reconocer".
Tras la guerra, su obra cambia, acercándose a las preocupaciones de la poesía social imperante. Desde una posición solidaria, aborda la vida del hombre común, sus sufrimientos e ilusiones. Su estilo se hace más sencillo y accesible.
En esta etapa, Aleixandre abandona la abstracción, a la que retornará en la vejez. Se abandona el panteísmo, la reflexión metafísica, por la experiencia humana. El vivir humano invade la poesía.
"Baja, baja despacio y búscate entre los otros. Allí están todos, y tú entre ellos"
Poeta de la generación del 27
Hacia 1920 irrumpió en el panorama cultural español una promoción literaria de calidad excepcional que se conoce como generación del 27. Se trataba de un grupo de jóvenes autores que, aunque escribieron teatro, ensayo y novela, destacaron, sobre todo, por su poesía.
Los poetas más relevantes de la generación del 27 fueron Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Luis Cernuda y Dámaso Alonso.
La producción del 27 coincidió en el tiempo con la de los escritores de fin de siglo, las vanguardias y Juan Ramón Jiménez, y con la obra de pintores como Picasso o Dalí, músicos como Falla y cineastas como Buñuel. El esplendor artístico y cultural de este período ha llevado a acuñar la denominación de edad de plata para esta etapa de la cultura española.
Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Dámaso Alonso, Manuel Altolaguirre y Emilio Prados |
Tres poemas de "Historia del corazón":
1.- Mano entregada
Pero otro día toco tu mano. Mano tibia.
Tu delicada mano silente. A veces cierro
mis ojos y toco leve tu mano, leve toque
que comprueba su forma, que tienta
su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso
insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca
el amor. Oh carne dulce que sí se empapa del amor hermoso.
Es por la piel secreta, secretamente abierta, invisiblemente entreabierta,
por donde el calor tibio propaga su voz, su afán dulce;
por donde mi voz penetra hasta tus venas tibias,
para rodar por ellas en tu escondida sangre,
como otra sangre que sonara oscura, que dulcemente oscura te besara
por dentro, recorriendo despacio como sonido puro
ese cuerpo que ahora resuena mío, mío poblado de mis voces profundas,
oh resonado cuerpo de mi amor, oh poseído cuerpo, oh cuerpo sólo sonido de mi voz poseyéndole.
Por eso, cuando acaricio tu mano sé que sólo el hueso rehúsa
mi amor -el nunca incandescente hueso del hombre-.
Y que una zona triste de tu ser se rehúsa,
mientras tu carne entera llega un instante lúcido
en que total flamea, por virtud de ese leve contacto de tu mano,
de tu porosa mano suavísima que gime,
tu delicada mano silente, por donde entro
despacio, despacísimo, secretamente en tu vida,
hasta tus venas hondas totales donde bogo,
donde te pueblo y canto completo entre tu carne.
2.- En la plaza
Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!
3.- Mirada final
(...) Aquí, en el borde de vivir, después de haber rodado toda la vida como un instante, me miro.
¿Esta tierra fuiste tú, amor de mi vida? ¿Me preguntaré así cuando en el fin me conozca, cuando me reconozca y despierte,
recién levantado de la tierra, y me tiente, y sentado en la hondonada, en el fin, mire un cielo
piadosamente brillar?
No puedo concebirte a ti, amada de mi existir, como solo una tierra que se sacude al levantarse, para acabar cuando el largo rodar de la vida ha cesado.
No, polvo mío, tierra súbita que me ha acompañado todo el vivir.
No, materia adherida y tristísima que una postrer mano, la mía misma, hubiera al fin de expulsar.
No: alma más bien en que todo yo he vivido, alma por la que me fue la vida posible
y desde la que también alzaré mis ojos finales
cuando con estos mismos ojos que son los tuyos, con los que mi alma contigo todo lo mira,
contemplé con tus pupilas, con las solas pupilas que siento bajo los párpados,
en el fin el cielo piadosamente brillar.
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!
3.- Mirada final
(...) Aquí, en el borde de vivir, después de haber rodado toda la vida como un instante, me miro.
¿Esta tierra fuiste tú, amor de mi vida? ¿Me preguntaré así cuando en el fin me conozca, cuando me reconozca y despierte,
recién levantado de la tierra, y me tiente, y sentado en la hondonada, en el fin, mire un cielo
piadosamente brillar?
No puedo concebirte a ti, amada de mi existir, como solo una tierra que se sacude al levantarse, para acabar cuando el largo rodar de la vida ha cesado.
No, polvo mío, tierra súbita que me ha acompañado todo el vivir.
No, materia adherida y tristísima que una postrer mano, la mía misma, hubiera al fin de expulsar.
No: alma más bien en que todo yo he vivido, alma por la que me fue la vida posible
y desde la que también alzaré mis ojos finales
cuando con estos mismos ojos que son los tuyos, con los que mi alma contigo todo lo mira,
contemplé con tus pupilas, con las solas pupilas que siento bajo los párpados,
en el fin el cielo piadosamente brillar.
Todas sus obras:
Ámbito (1928)
Espadas como labios (1932)
Pasión de la tierra (1935)
La destrucción o el amor (1935)
Sombra del paraíso (1944)
Mundo a solas (1950)
Nacimiento último (1953)
Historia del corazón (1954)
En un vasto dominio (1962)
Poemas de la consumación (1968)
Diálogos del conocimiento (1974)
En gran noche (1991)
(Obra póstuma donde se recogen muchas composiciones inéditas).
Ámbito (1928)
Espadas como labios (1932)
Pasión de la tierra (1935)
La destrucción o el amor (1935)
Sombra del paraíso (1944)
Mundo a solas (1950)
Nacimiento último (1953)
Historia del corazón (1954)
En un vasto dominio (1962)
Poemas de la consumación (1968)
Diálogos del conocimiento (1974)
En gran noche (1991)
(Obra póstuma donde se recogen muchas composiciones inéditas).
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