Siempre creyó que el matrimonio era una desgracia, no sólo para las mujeres sino también para los hombres. Para ella, no existía ninguna relación posible entre el matrimonio y el amor. Su razonamiento partía de la base de que aquella institución estaba concebida para sacrificar a las mujeres en el altar de la maternidad, y para estrangular toda posibilidad de independencia y de creatividad personal en ellas. El matrimonio había sido ideado por los dos grandes monstruos de la sociedad contemporánea: el estado y la religión
El cuidado de la prole y las atenciones a la perentoriedad sexual de la pareja, en este caso del varón, parecían ser los fundamentos sobre los cuales reposaba la idea del matrimonio. La reproducción de la fuerza de trabajo, de los soldados y de los empleados que necesitaba la maquinaria estatal, hacían que la labor maternal de la mujer adquiriera un sentido casi heroico. En este caso, el matrimonio estaba más que justificado.
Promover y defender el aborto, significaba indicarle al estado burgués que el cuerpo le pertenecía a las mujeres y que podían hacer con él lo que les viniera en gana. Era decirle al pueblo culto y civilizado que traer hijos al mundo, educarlos y atenderlos como verdaderos seres humanos, implicaba sustancialmente la toma de una decisión consciente y responsible por parte de la pareja o de la persona interesada en dicho proyecto, no del estado o de alguna iglesia que predicara la maternidad como una función al servicio de la sociedad civil.
Ella creía que la lucha por la liberación del amor, los sentimientos y las emociones, pasaba por la destrucción del estado. Su lucha incondicional por la más absoluta y total libertad, en materia de derechos civiles, sexuales, culturales y personales llegó a veces a profundidades que muchos intelectuales anarquistas de la época no lograron comprender en su totalidad.
El sufragismo le parecía estéril si con él no venía una modificación sustancial en el sitio ocupado por las mujeres en la sociedad burguesa. El voto sólo les permitiría hermanarse con los hombres en la explotación salarial de que éstos eran víctimas, sin cambiar o eliminar en el fondo la verdadera raíz de aquella: la sociedad capitalista y el estado
Sus agudas críticas al patriotismo, al puritanismo, a la persecución de las minorías, y a la subestimación de las luchas civiles de las mujeres por razones sexuales, la convirtieron en una figura atractiva y relevante pero muy peligrosa del escenario político norteamericano de la primera parte de este siglo. La tragedia de la emancipación de la mujer moderna, decía Emma Goldman, radicaba en que ahora ella podía escoger su profesión, su horario de trabajo, y finalmente sus condiciones de explotación. Con triste ironía podía notarse que, después de una larga jornada de trabajo en la fábrica, en la oficina o en la mina, la mujer emancipada tenía que continuar sus labores en la casa, donde la esperaban sus hijos, su marido, sus hermanos y todos aquellos que argumentaban y defendían el derecho de la mujer a la libre contratación del trabajo, a la huelga y a la jornada laboral de ocho horas
Pues bien, el feminismo de Emma Goldman se curtió en las luchas callejeras, en las prisiones y en los debates cotidianos contra hombres y mujeres también, que la vieron como un monstruo de la conspiración o como un ángel de la liberación. Ninguno de los dos enfoques es cierto. Pero sí estamos tratando con una mujer que tenía perfecta claridad sobre los objetivos políticos, culturales e ideológicos por los que estaba combatiendo. Tanto así como para atreverse a hablar de amor libre, en una sociedad y en un momento donde este tipo de consideraciones sólo podían ser hechas por varones, y no precisamente en su sano juicio.
(Del libro Amor y matrimonio, otro escrito suyo importante fue La tragedia de la emancipación femenina, los dos fueron publicados por las Mujeres libres)