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sábado, 28 de septiembre de 2013

LA CARICIA PERDIDA Y LA VENUS VERTICORDIA

Venus Verticordia, Dante Gabriel Rossetti, 1864



Se me va de los dedos la caricia sin causa, 
se me va de los dedos... En el viento, al pasar, 
la caricia que vaga sin destino ni objeto, 
la caricia perdida ¿quién la recogerá?

Pude amar esta noche con piedad infinita, 
pude amar al primero que acertara a llegar. 
Nadie llega. Están solos los floridos senderos. 
La caricia perdida, rodará... rodará...

Si en los ojos te besan esta noche, viajero, 
si estremece las ramas un dulce suspirar, 
si te oprime los dedos una mano pequeña 
que te toma y te deja, que te logra y se va.

Si no ves esa mano, ni esa boca que besa, 
si es el aire quien teje la ilusión de besar, 
oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos, 
en el viento fundida, ¿me reconocerás?


Alfonsina Storni


*.- Una conjunción entre pintor y poeta que me ha gustado mucho, Rossetti era un prerrafaelista que le gustaba crear imágenes llenas de luz y de color, utilizando casi siempre temas mitológicos, en este caso pintó una Venus, lo que no se sabe es si la quería pintar viva o muerta, porque observamos flores marchitas. La Venus Verticordia es una turbadora diosa del amor que según la mitología griega, era hija de Zeus y nació de la espuma del mar al cortarle Cronos los genitales a Zeus. Y después tenemos a la gran Storni, mujer sensible, melancólica, que no encontró justificación a su vida, que canta el dolor como si fuera otra parte de su cuerpo, o de su alma, con ahínco y desgarro. Y que se suicidó, al final, llena de tristeza e incomprensión hacia el mundo. Tanto amor que dar y poco, muy poco, que recibir. 

SAL DE SU TRAMPA

"No sois vuestro trabajo, no sois vuestra cuenta corriente, no sois el coche que tenéis, no sois el contenido de vuestra cartera, no sois vuestros pantalones. Sois la mierda cantante y danzante del mundo.

Prestad atención gusanos. No sois especiales, No sois un copo de nieve único y hermoso, sois de la misma materia orgánica en descomposición que todo lo demás. Somos la mierda cantante y danzante del mundo. Todos formamos parte del mismo montón de estiércol."
(Tyler Durden, El club de la lucha)







"Siempre, unas cosas se apresuran a ser y las otras a dejar de ser; y aún de lo que alcanza a ser, una parte está ya extinguida; desapariciones y transformaciones renuevan el mundo sin cesar, como la incesante huida del tiempo renueva continuamente la duración infinita. En medio de este torrente, donde todo pasa fugaz y en el cual es imposible detenerse, ¿podría dar alguien quizá la menor importancia a cualquier cosa?" 
"La naturaleza universal emplea la materia común de todas las cosas como si fuese cera. Hace un momento ha modelado el cuerpo de un caballo, luego, ha destruido su labor mezclándola a otros elementos para hacer un árbol, después ha obrado del mismo modo para hacer un hombre u otro cualquiera, y cada uno de estos seres sólo ha subsistido un instante."
(Marco Aurelio, Meditaciones) 

"En este estadio de nuestra evolución es muy importante que los seres humanos nos calmemos, que reduzcamos la intensidad de nuestra ansiedad y aprendamos a tomarnos las cosas con más calma. Que comamos menos, no le demos tantas vueltas, y nos preocupemos menos de estar aquí".
"Así que la cuestión es: no necesitamos sobrevivir. ¡Metámonoslo en la cabeza! En realidad no tenemos que seguir luchando para vivir, porque la nada de la muerte, al ser el opuesto de la vida, simplemente la genera."
(Alan Watts, Salir de la trampa)


Llevas años buscando la causa de tu dolor, el verdadero origen del sufrimiento que padeces, y finalmente empiezas a entender, por fin has comprendido que el culpable no es sino la errónea y falsa percepción que tienes de ti mismo.

Desde que eras un niño te han hecho creer, por todos los medios posibles, que eras alguien especial, alguien destinado a grandes logros, a grandes empresas, y tú, desgraciadamente, picaste el anzuelo, caíste en las mayas de su red.

Tu insufrible dolor, tu angustioso sufrimiento, proviene del falso y engañoso concepto que te han hecho forjarte de ti mismo, y ahora, como otro Sísifo, cargas con esa absurda y pesada responsabilidad. Renuncia a él y serás libre, despréndete de todos los ropajes con los que han tratado y has tratado (y continuamente siguen y sigues tratando) de definirte, desde que naciste hasta el momento presente, suelta esa estúpida roca que, una y otra vez, te empeñas en vano en subir a lo alto de la montaña. 

Tú, ni muchos menos, eres eso que crees ser, sino algo completamente diferente, imposible de ser definido, imposible de ser medido, ilimitado; sin embargo, mientras tu incapacidad para comprender te lleve a agarrarte a tales definiciones, a sus irreales unidades de medida, a cargar con ese absurdo yugo, seguirás sufriendo.

La solución está muy clara, aunque es comprensible que te cueste tanto verla, pues son muchos los años que llevas recibiendo y aceptando como válidos los mensajes (verbales y no verbales) que te han llevado a creerte lo que no eres: el personaje que llevas interpretando casi toda tu vida.

Reconócelo de una vez, tú no eres ese que te han hecho creer que eres, él es tan sólo la causa de tu continuo sufrimiento, de tu incesante dolor, de tu perenne esclavitud. Olvídate de una vez por todas de él, renuncia a ese Yo que tanto ellos como tú lleváis tanto tiempo reinventando, y por fin podrás empezar verdaderamente a vivir, a fluir a través de la corriente del presente eterno.






(Sacado del blog El Poder de Eros y Psique, maravilloso y comprometido blog, "Una apuesta por la vida, una propuesta contra la represión"

http://elpoderdeerosypsique.blogspot.com.es/2013_04_01_archive.html

viernes, 27 de septiembre de 2013

DE LA LIBERTAD, LAS PLAZAS Y LOS PAÑUELOS - PURA MARÍA GARCÍA

El capitalismo ha modelado la ciudad para que sea reflejo de su alma sin alma: donde el aroma del dinero esparce partículas para atraer a los manipulados y hacerles beber en fuentes sin agua 
La ciudad reniega de los débiles y les expulsa a sus suburbios tintados con el hambre y la soledad

Porque haría falta que las plazas pronunciaran nuestros nombres;  que se llenaran, de nuevo, de claveles y sueños; que, circulares, fueran ellas las que nos habitaran y nos dieran su enérgica voz, nuestro levantamiento; que silabearan, con nosotros, la palabra REVOLUCIÓN, caligrafiada con la mano empuñando gatillos y poemas. Porque haría falta que las plazas se llamaran, todas ellas, Plaza de la Libertad y se llenaran de un nosotros que no sintiera MIEDO.
A las plazas en las que ha latido el levantamiento, el negarnos a la humillación del estado, el levantar el puño y la voz, el no esquivarnos la mirada: la Praça do Comércio; la Plaza de Mayo; la Plaza de la Revolución de la Habana; la plaza Al-Tarir;  la Plaza de Sol; la plazaTaksim
Es mucho el tiempo en el que la ciudad vive, sobrevive, con un corazón artificial que a medias late. Sin convicción, dejándose arrastrar sobre sus venas sin sangre, pequeñas calles, avenidas y cuadrículas de acero. A la ciudad le han robado, poco a poco, la esperanza. Le han expropiado su faz de espacio público. Ya no es más ese espacio en el que nosotros, sus pobladores, nos representábamos; nos hacíamos visibles; aceptábamos el encuentro, el cruce de miradas y de voces; levantábamos, con materia invisible, un lugar común en torno  a un yo que mantenía la dualidad vital del ser individuo y el ser plural. Tres grandes bocas han pugnado, cómplices monstruosas, por morder el perímetro intangible de la ciudad que nos contiene, y antaño nos brindaba la clarouscuridad de sus esquinas, las puertas de sus parques, las alfombras de hojarasca detenida y vencida, sobre el suelo de tierra. Esas bocas son desdentadas armas que socavan la libertad y nos anulan la consciencia: la boca restrictiva y ambiciosa de la privatización;  los ojos desconfiados y perversos de la globalización y las manos alargadas y nocivas de los procesos de control social que brotan de la maquiavélica cabeza del capitalismo.
Nos han robado la ciudad, su función como ágora compartida, donde dejar los pasos sobre los que otros dieron, para crecer en un camino que jamás se definía.  Nos han desangrado las avenidas y los rincones donde unos y otros éramos unos, sin más. Ha sido lentamente.
El capitalismo y sus dedos sibilinos ha modelado la ciudad para que sea un reflejo de su alma sin alma: un epicentro donde el aroma adictivo del dinero esparce sus partículas para atraer a los manipulados y hacerles beber en fuentes sin agua, tendidas las trampas de la necesidad y el consumo de falacias para aproximarles al hábito de soñar, no con los sueños propios, sino con los sueños impuestos por el estado. En el centro de la ciudad, el estado capitalista, el padre corrupto que nutrirá a sus hijos para llevarles, más tarde o más temprano, al precipicio de la nada, ha ido creando celdillas que encierran la miel de la ambición, forman un panal de falso brillo, un esperpento disfrazado de metáfora y promesa que se dicta en la lengua podrida del capitalismo.
Más allá de su centro, la ciudad se desdibuja, se empequeñece, decrece en su silueta, adelgaza su luminosidad y se oscurece para acoger, sin ningún tipo de ternura, a los despojados de la libertad, a los carcomidos por la pobreza y la desesperanza.
La ciudad reniega de los débiles, de los que por no tener no tienen más que un nombre, y les expulsa a sus suburbios tintados con el hambre y la soledad. Las calles de las orillas de la ciudad se llenan de bocas hambrientas y vientres que no cesan de engendrar; pies que caminan en círculos concéntricos; ojos cubiertos de lágrimas; manos ribeteadas por cicatrices y marcas de los surcos del vacío y las incógnitas; corros de niños que no lloran ni sonríen, que únicamente intentan  aprender a esperar, que se encomiendan a la rabia y a la ira que mana de las calles sin calles que divisan.
Las noches, en el suburbio creciente de la ciudad, son más largas. Las aceras son espejismos crueles que desvelan su verdad cuando el borracho camina en su eterno zig-zag: adoquines de cartón, camas de papel, almohadas de aire y una botella llena de posos, sin color, que se acerca a unos labios que no recuerdan más sabor que el sabor de la amargura contenida. La ciudad que ha modelado el estado prometedor de un bienestar que se amaga tras un espejismo gigantesco, se ha convertido en un espejo partido en dos.
Nos han robado los encuentros, la oportunidad de hablar un idioma común, de ser voz a uno, de mirar a través de unos ojos distintos. Nos han robado las plazas, las esquinas, porque es peligroso que nos hallemos en ellas y expresemos con palabras las lesiones que el estado nos deja en el pensamiento y en el alma, su tortura incesante, sus mentiras y los efectos secundarios que nos minan. No interesa que el pueblo halle de nuevo un paisaje comunitario, un espacio común y colectivo. Es peligroso que existan ventanas en los suburbios desde las que agitar pañuelos en lugar de una bandera podrida. No interesa que los niños trepen por un árbol sin necesidad de rezar a quien les amenaza con una espada invisible y un infierno de fuego y de biblia. No conviene que las mentes se abran a las gargantas y fructifique el coraje de vivir exigiendo hacerlo sin el yugo de los himnos.
Nos han robado las plazas. Queda lejos el tiempo en que solo los mayores ocupaban su circular territorio, inquilinos temporales de bancos de madera. Lejos también quedan las horas en que riadas de niños y niñas hormigueaban por el césped y jugaban a perseguirse y asustarse, pasar miedo, pero sólo de mentiras. Hoy las plazas son cárceles de aire enrarecido que aprisionan a hombres y mujeres con escasas ilusiones, sin trabajo; con la mirada turbia por la falta de sueño, de los sueños; con la juventud atada a sus espaldas y unas manos que con dolor se resignan, cada día un poco más, a estar vacías. No son plazas de viejos y de niños. Son plazas de árboles resecos y oxidados columpios que no oscilan. Han huido de ellas  las palomas, hambrientas también, cansadas de no hallar en el suelo las semillas. Se arremolinan corros de madres y padres que hablan lenguas diferentes, con acentos solitarios y enérgicos, que van perdiendo la fuerza a golpe de los días inútiles y absurdos, que se hacen entender con la lengua común de la incertidumbre y ese miedo que invade las bocas cercenadas de los sometidos, los despojados, los exiliados, a la fuerza, de la vida.
Las plazas de las ciudades ya no tienen nombres ampulosos seguidos de números romanos. Se llaman plazas para pobres, de los pobres. Son los únicos lugares que nos quedan, la única realidad de la que no pueden, por ahora, desahuciarnos.
En mi ciudad, las plazas están ocupadas por fantasmas que esperan la llamada de una voz que les comunique que la suerte les regala un día de cortar  naranja, bajo el calor que el sol sin remisión tiene previsto o entre el gélido frio de un invierno que será, como el presente, demasiado largo, precedente de un futuro inexistente, de efímeros minutos. Fantasmas que no hace mucho tuvieron un trabajo, una mesa con platos, con comida, una casa y hasta un sueño que creyeron era suyo, que no sospecharon que era el anzuelo para ser aprisionados por el estado que ahora les abandona, sin destino.
Víctor Jara. Canción de cuna para un niño vago
La luna en el agua

va por la ciudad.
Bajo el puente un niño
sueña con volar.

La ciudad lo encierra

jaula de metal,
el niño envejece
sin saber jugar.

Cuántos como tu vagarán,

el dinero es todo para amar,
amargos los días,
si no hay.

Duérmete mi niño,

nadie va a gritar,
la vida es tan dura
debes descansar.

Otros cuatro niños

te van a abrigar,
la luna en el agua
va por la ciudad.

PURA MARÍA GARCÍA
Siempre Pura, libre, luchadora, compasiva y del lado de los que sufren, su voz es imprescindible, su grito de libertad me sacude el alma y me conmueve, me levanta y me renueva en la lucha. Mis besos para una guerrera deliciosa.
También lo leí en Asturbulla, en donde Pura colabora (como en otros muchos)

lunes, 23 de septiembre de 2013

VICENTE ALEIXANDRE ESCRIBE SU ENCUENTRO CON LUIS CERNUDA EL DÍA QUE SE PROCLAMA LA II REPÚBLICA

LUIS CERNUDA, EN LA CIUDAD. Por Vicente Aleixandre (*)

Una muchedumbre festeja en la plaza de Cibeles, de Madrid, la proclamación de la República, tras saberse los resultados de las elecciones municipales celebradas el día 12, mayoritariamente favorables a los republicanos

No he conocido a Luis Cernuda en su primerísima juventud. Alguna vez me lo he imaginado, en su tierra sevillana, paseando por aquellas calles estrechas, justo como el mismo aire de su libro inicial. Luis tenía veintiséis años cuando le vi por primera vez: en otro sitio lo he contado. Mas en alguna ocasión, en Sevilla, he pensado que me hubiera gustado pasear con él y sorprenderle acorde con su ciudad. En Madrid, Luis Cernuda era sevillano. Lo decía su acento, quizá esa implícita sabiduría con que, joven, pasaba junto a las cosas, sin adhesión exterior, pero con aprecio que era conocimiento, creciente ante lo natural, levemente desdeñoso, ignorador, ante el múltiple artificio o la convención.

Recuerdo haberle visto gustoso en un movimiento humano exaltado: masa madrileña, la ciudad hervidora en un trance decisivo para el destino nacional. Era un día de abril y las gentes corrían, con banderas alegres, por improvisadas. Enormes letreros frescos, cándidos, con toda la seducción de lo vivo espontáneo, ondeaban en el aire de Madrid. Mujeres, jóvenes, hombres maduros, muchachos, niños. En los coches abiertos iban las risas. Cruzaban camiones llevando racimos de gentes, mejor habría que decir de alegría, gritos, exclamaciones. Pocas veces he visto a la ciudad tan hermanada, tan unificada: la ciudad era una voz, una circulación y, afluyendo toda la sangre, un corazón mismo palpitador. Por aquella calle de Fuencarral, estrecha como una arteria, bajaba el curso caliente, e íbamos Luis y yo rumbo a la Puerta del Sol, de donde partía la sístole y diástole de aquel día multiplicador. Luis, con su traje bien hecho, su sombrero, su corbata precisa, todo aquel cuidado sobre el que no había que engañarse, y rodeándonos, la ciudad exclamada, la ciudad agolpada y abierta, exhalada, prorrumpida habría que decir, como un brote de sangre que no agota ni se agora, pero que se irguiese. La alegría de la ciudad es más que la de cada uno de los cuerpos que la levantan, y parece alzarse sobre la vida de todos, con todos, como prometiéndoles, y cumpliéndoles, más duración. Así, cuando unas gargantas enronquecían, otras frescas surgían, y era un techo, mejor un cielo de griterío, de júbilo popular en que la ciudad cobraba conciencia de su existencia, en verdad de su mismo poder. Ella se sentía voz e hito, como un ademán que se desplegase en la historia.

Luis marchaba sin impaciencia. Todo había sido repentino. El encrespamiento de la ciudad, en la alegría resolutoria, la marcha o el hervor común, el regocijo sin daño, la punta de sol dando sobre las frentes: todo, una esperanza descorredora y, en el fondo, el ámbito nacional. Pero Madrid es chiquito y cada hombre un Madrid como un pecho con su porción de corazón compartido. Luis y yo habíamos marchado como un día cualquiera, porque aún no se esperaba del todo aquello, ignorado de cada cual. Recuerdo aquel movimiento súbito por aquella calle, como por tantas calles que no se veían. ¿De qué hablaba Luis Cernuda? En aquel instante, quién sabe; quizá de un tema literario. Cada uno de los transeúntes se hizo de pronto espuma del curso atropellador: curso mismo o su parte y él su coronante expresión. Luis y yo, flotadores, remejidos, urgidos, batidos y batidores, aguas hondas y salpicadas crestas, todo a instantes y todo en la comunión. Bajaba el río por la calle de Fuencarral y desembocaba en la Red de San Luis. Por la Gran Vía descendía otra masa humana, no apretada propiamente, sino suelta y fresca, con sus banderas y sus cantos, sus chistes públicos, sus risas primeras, una multitud niña, lavada, con lienzos blancos levantados a los rayos del sol. Y en medio los grandes camiones como pesados elefantes que llevasen gentes iguales, reidoras, bailadoras, saludadoras con los ojos, con las manos, con las miradas salutíferas que eran propiamente una invitación a vivir. Porque era vida, vida del todo la ciudad, con los ojos puestos en su mismo esperanzado crecimiento natural.

Luis Cernuda y yo, inmersos, no disueltos, bajábamos casi a oleadas, arriba, abajo, tan pronto claros, tan pronto hondos, sostenidos o sostenedores, hacia la desembocadura o hacia la reunión, si la había, de las aguas, final. Un instante, en atención a él, al ser pasados en el movimiento de las aguas de la calzada a la acera, le dije: «¿Quieres que nos vayamos por esta bocacalle ahora, al pasar? Se puede» «No», oí su respuesta. «No», dijo sonriendo;  «no», asintiendo, casi diría extendiendo sus brazos en el movimiento natural. Un momento le miré como nadador. Pero en seguida pensé; no, agua mejor, curso mejor. Y le vi a gusto. Sonrió y se dejó llevar.


Vicente Aleixandre y Luis Cernuda en Madrid
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(*) Escrito en 1962. Incluido en el libro «Los encuentros», edición aumentada y definitiva. Colecciones Austral, de Espasa-Calpe. 1985.