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lunes, 12 de diciembre de 2016

FRANCISCA AGUIRRE - ENSAYO GENERAL

"Un mar, un mar es lo que necesito.
Un mar y no otra cosa, no otra cosa.

Un mar, un mar del que ser cómplice.
Un mar al que contarle todo.
Un mar, creedme, necesito un mar,
un mar donde llorar a mares
y que nadie lo note.."




Paca Aguirre junto a los cuadros de su padre


Meditación

Amor de mis amores
mira que resulta raro esto de
no haber tenido más que un hombre en mi vida.
Y todavía más raro
con la cantidad de mujeres que ha habido en la tuya...
Pues ya ves cómo son las cosas
como decía Gerardo Diego:
“Las naves por el mar,
tú por tu sueño”.
No sé si este verso
tiene algo que ver con nosotros
pero ¿a que resulta bonito?
Sí amor mío
después de tanto y tanto
hemos acabado como al principio:
tú cuidando de una niña huérfana
y yo cuidando de un niño que no sabía cómo querer a su madre.
Y como la vida es tan rara
pues aprendimos a vivir
con lo que éramos.
Y ya no nos asusta la vida
y estamos a punto de que
tampoco nos asuste la muerte.




*El último mohicano



No tuve nada, y sin embargo, de algún modo,

comprendo que lo tuve todo

no teníamos nada, nada, salvo el miedo, el dolor,

el estupor que produce la muerte.


Cuando mataron a mi padre, nos quedamos en esa zona

de vacío que va de la vida a la muerte

dentro de esa burbuja última que lanzan los ahogados,

como si todo el aire del mundo se hubiese agotado de pronto,

ahí nos quedamos, como peces en una pecera sin agua,

como los atónitos visitantes de un planeta vacío.

Nada teníamos, aunque también es cierto que ya nada queríamos.

Recuerdo bien que a mi hermana Susi y a mí

nos dieron la noticia en el cuarto de aseo de aquel colegio

para hijas de presos políticos.

Había un espejo enorme y yo vi la palabra muerte

crecer dentro de aquel espejo hasta salir de él y alojarse

en los ojos de mi hermana

como un vapor letal y pestilente.

Nada ha logrado hacerme olvidar aquellos ojos

salvo algunas horas de amor en que Félix y yo éramos

dos huérfanos, y el rostro milagroso de mi hija.

Y nada más tuvimos durante mucho tiempo

pero mamá tuvo menos que nadie,

mamá quedó como un espejo sin azogue,

lo perdió todo, salvo un hilo delgado que la unía a nosotras.

Y por aquel inconcebible puente, como tres hormiguitas, íbamos y

veníamos a su estatua de vidrio restituyéndole el azogue.

Volvió a nosotras desde el país del hielo.

Y volvió tan absolutamente, que gracias a ella, nosotras,

que nada teníamos, lo tuvimos todo.

Mamá fue nuestro esparzo nuestro guerrero del antifaz, el país de las hadas, la abundancia dentro de la miseria,

nuestro mejor amigo, nuestro escudo contra los moros,

la enamorada de las bellas artes

la que hizo posible que papá no muriera,

la que lo fue resucitando en cada uno de sus cuadros.

Mamá fue quien nos dijo que mi padre admiraba a los griegos,

que adoraba los libros, que no podía vivir sin la música,

y que fue amigo de Unamuno.

Cierto que no tuvimos nada.

Que muchas veces nos faltaba todo

Pero aunque algunos días no comimos,

tuvimos una radio para oír a Beethoven.

Y un día de reyes de 1944 mamá y los tíos fueron al Rastro.

Nos compraron tres libros: La Cuesta encantada, Nómadas del Norte y el último mohicano.

Dios sabe cuántas veces habré leído esos libros.

Mamá nos trajo El último mohicano. Y de la mano de ese

indio solitario entramos en el mundo de lo maravilloso.

Y lo tuvimos todo para siempre.

Y ya nadie podrá quitárnoslo.





Francisca Aguirre nació en Alicante el 27 de octubre de 1930. Su padre era el pintor Lorenzo Aguirre. A Francisca le tocó pasar la niñez y la juventud en plena guerra civil pero la posguerra fue todavía más dura ya que a finales de 1940 su padre fue encarcelado, primero en la prisión de Hondarribia, en San Sebastián y más tarde en la de Porlier, en Madrid, tanto Francisca como sus hermanas fueron de un colegio de monjas para hijos de presos políticos a otro. En 1942 la dictadura del régimen del general Franco lo condenó a muerte y lo ejecutó mediante garrote vil en la prisión de Porlier. 


La Guerra Civil y la muerte de su padre marcaron para siempre su vida y la vida de toda su familia. 


"Fue mi padre un hombre / alegre donde los haya. / Nació para pintar y eso hizo. / Nació también para disfrutar / y también hizo eso. / Amó en su vida varias cosas: / la pintura, la justicia y a mi madre. / Tuvo tres hijas / y eso lo convirtió en un hombre feliz..."









Persona cercana, mujer excepcional, testigo de una cruel posguerra, viuda del recordado Félix Grande, luchadora, resistente y escritora que “ahonda y evoluciona en la búsqueda del núcleo, de la médula de la existencia humana, de la existencia propia”, su lenguaje poético, impecable formalmente y desprovisto de elementos prescindibles, cala en el lector hasta la emoción que perdura. Su obra “Ensayo general” reúne su poesía entre 1966 y 2010.







Y si después de todo, todo fuera



Y si después de todo, todo fuera,
un ir muriendo para al fin morirnos
a qué este loco empeño en convertirnos
en contables de un tiempo que no espera.


Y si resulta que lo cierto era
este sermón que viene a repetirnos
que avanza el huracán para abatirnos
y es inútil y absurda esta carrera.

Entonces, amor mío, ten sosiego,
y aprovecha esta cueva que te ofrezco
y apura el agua que yo no he bebido
el viento nos arrastra, frío y ciego,
toma mi manta mientras yo envejezco,

amarte de otro modo no he sabido.



*Hace tiempo

Recuerdo que una vez, cuando era niña,
me pareció que el mundo era un desierto.
Los pájaros nos habían abandonado para siempre:
las estrellas no tenían sentido,
y el mar no estaba ya en su sitio,
como si todo hubiera sido un sueño equivocado.

Sé que una vez, cuando era niña,
el mundo fue una tumba, un enorme agujero,
un socavón que se tragó a la vida,
un embudo por el que huyó el futuro.

Es cierto que una vez, allá, en la infancia,
oí el silencio como un grito de arena.
Se callaron las almas, los ríos y mis sienes,
se me calló la sangre, como si de improviso,
sin entender por qué, me hubiesen apagado.

Y el mundo ya no estaba, sólo quedaba yo:
un asombro tan triste como la triste muerte,
una extrañeza rara, húmeda, pegajosa.
Y un odio lacerante, una rabia homicida
que, paciente, ascendía hasta el pecho,
llegaba hasta los dientes haciéndolos crujir.

Es verdad, fue hace tiempo, cuando todo empezaba,
cuando el mundo tenía la dimensión de un hombre,
y yo estaba segura de que un día mi padre volvería
y mientras él cantaba ante su caballete
se quedarían quietos los barcos en el puerto
y la luna saldría con su cara de nata.

Pero no volvió nunca.
Sólo quedan sus cuadros,
sus paisajes, sus barcas,
la luz mediterránea que había en sus pinceles
y una niña que espera en un muelle lejano
y una mujer que sabe que los muertos no mueren.



*Ítaca

¿Y quién alguna vez no estuvo en Ítaca?
¿Quién no conoce su áspero panorama,
el anillo de mar que la comprime,
la austera intimidad que nos impone,
el silencio de suma que nos traza?
Ítaca nos resume como un libro,
nos acompaña hacia nosotros mismos,
nos decubre el sonido de la espera.

Porque la espera suena:
mantiene el eco de voces que se han ido.

Ítaca nos denuncia el latido de la vida,
nos hace cómplices de la distancia,
ciegos vigías de una senda
que se va haciendo sin nosotros,
que no podremos olvidar porque
no existe olvido para la ignorancia.

Es doloroso despertar un día
y contemplar el mar que nos abraza,
que nos unge de sal y nos bautiza como nuevos hijos.

Recordamos los días del vino compartido,
las palabras, no el eco;
las manos, no el diluido gesto.

Veo el mar que me cerca,
el vago azul por el que te has perdido,
compruebo el horizonte con avidez extenuada,
dejo a los ojos un momento
cumplir su hermoso oficio;
luego, vuelvo la espalda
y encamino mis pasos hacia Ítaca.


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