Esta flor tan hermosa que vibra al viento
su dulce ritmo dormido
nació para morir y alimentar así los labios desnudos del otoño.
Abrí todas las puertas
cuando se hizo la luz,
recorrí los desvanes,
tampoco estabas tú,
pequeña, dulce,
triste, hermosa, libertad.
Con qué palabras nuevas
habría que llamarte,
sobre qué muros tenues
habría que escribirte,
y en qué paisaje oculto
habría que esperar
tu regreso al hogar,
pequeña libertad.
En qué sangre vertida
habría que buscarte,
en qué ojos de espanto
hallar tu soledad.
Sobre qué río incierto
habría que esperar
tu regreso al hogar,
pequeña libertad.
Grité por los trigales
y contra el cielo azul,
anduve los caminos,
tampoco estabas tú:
pequeña, dulce, triste,
hermosa libertad.
En qué puños cerrados
te guardan de la muerte.
En qué paloma blanca
caminas de verdad.
Sobre qué ojos de niño
te vamos a encontrar
de regreso al hogar,
pequeña libertad.
Bajo qué árbol descansas,
huyendo, como vas,
de tanto fuego vivo
que te quiere quemar
y hacer que nunca puedas
unirte a los demás
de regreso al hogar,
pequeña libertad.
Dejo la puerta abierta,
el árbol y la luz
pues siempre espero ver
que me saludes tú:
pequeña, dulce, triste
y hermosa libertad.
("Abrí todas las puertas")
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Nací en Zaragoza en el año 1935, en el seno de una familia pequeño-burguesa e ilustrada. En mi casa igual se leía a Virgilio que a Lautremont. Tuve una infancia secretuda y llena de escondites donde guardaba mis ansias de ser un hombre.
No fui buen estudiante pero sí buen amigo de mis amigos. De mi hermano Miguel heredé el ansia de escribir y de mi hermano Manuel la de cantar. ¡Él sí que cantaba bien!
De mi padre heredé los silencios y de mi madre la desconfianza hacia el ser humano.
Escribí versos, me reí con mis amigos y el franquismo me puso la cara seria hasta tal punto que, durante unos años, olvidé el reírme. Tan tarde empecé que ahora mi risa es un rictus un tanto conejil.
Un día me puse a cantar, pero nunca me lo tomé muy en serio porque estaba convencido de que ése no era mi oficio.
Oficié en Andalán con unos colegas inconscientes y seguí convencido de que lo mío era pasear por las mañanas en la zaragozana gusanera.
A mis veintitrés años vi por primera vez el mar, desde lo alto del Campamento de Milicias Universitarias de Castillejos. Desde allí descubrí el cabo de Salou. Luego vi el Cantábrico y entendí a los poetas ingleses.
Ahora sólo me produce intranquilidad el fax. Lo demás, a mi edad, ya casi lo tengo todo controlado, menos la vida, naturalmente.
JOSÉ ANTONIO LABORDETA
A los dos años de su fallecimiento, hoy le recuerdo con emoción